El hambre amenaza con seguir extendiendo sus siniestros brazos poniendo en peligro la vida de millones de personas en todo el mundo y, preferentemente, de niños que se encuentran en condiciones alarmantes de desnutrición infantil.

No es, pues, la primera vez que el hambre castiga al mundo. Sin embargo, tal situación se ha visto agravada desde que comenzó la pandemia. Desde entonces, los países más pobres de todo el mundo clamaron ayuda humanitaria por temor a morir más de hambre que de COVID-19.

La creciente crisis climática (mucho ojo con esta crisis), los inacabables conflictos, las crisis económicas, la COVID-19 y la reciente guerra en Ucrania, han agravado la pobreza, empujando a millones de personas a una situación de hambre extrema en todo el mundo.

Es preciso señalar que los países con mayor repercusión de hambruna son los proclives a sufrir sequías que, aparte de perjudicar a las cosechas, reducen las reservas de agua potable, con el consiguiente riesgo de enfermedades como el cólera, diarrea, disentería, hepatitis, tifoidea, por beber de fuentes contaminadas. Es así que la crisis climática está agravando los efectos de las sequías, además de añadirse fenómenos meteorológicos extremos de alto riesgo como inundaciones inesperadas o heladas que arrasan los cultivos.

La crisis de los fertilizantes será superada, tarde o temprano, pero la crisis que persistirá, acicateando más la “pandemia de hambre”, es la crisis climática global que aún no es tratada como tal. Pero también, en el caso peruano, el problema se agrava por la corrupción, por la falta de una política agraria y por la total incompetencia del ministro de Agricultura que exhibe, más que un buen currículo profesional, un voluminoso prontuario criminal.  Jesús Véliz Ramos